Cuando mi gata, Nyx, llegó a mi vida, lo hizo inesperadamente, revolucionando todo, como suelen llegar las cosas que van a valer no «toda la pena» sino toda la alegría.
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Llegó para hacerme desaprender tantas cosas sobre el amor, y entender otras tantas sobre la vida.
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Por fin me sentía comprendida en mis formas de ver al mundo de las relaciones interpersonales. No solo de pareja, también de familia, de amigos, de toda índole.
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Pensaba «¿cómo es que un animalito puede enseñar y hacer ver tanto?».
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Nyx me eligió, y me eligió porque me prefería.
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Ella no me necesitaba y, aún así, decidió quedarse conmigo, porque me amaba.
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Ella no «obedeció» a ese vínculo de amor. Ella se hizo uno con ese amor. Porque se sentía cómoda y feliz en lo que nuestra conexión le hacía experimentar.
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Tiene la puerta abierta para irse a donde quiera y siempre prefiere feliz entre mis brazos retozar. Antepone pasear su cola entre mis piernas a ir por los tejados que le gusta caminar.
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Escoge jugar a mirarnos a los ojos fijamente como si habláramos a través de nuestros pensamientos telepáticamente, y, sin embargo...
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Ella, a veces, se va.
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Porque sabe que puede irse, y yo también lo sé. Sabemos que cada una puede irse cuando quiera.
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Y, construimos, justamente, nuestra relación sobre el conocimiento de ese libre albedrío, y, gracias a eso, nos respetamos tanto nuestra libertad.
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Respetamos nuestros tiempos, y formas, y así honramos esta mágica manera de amar.
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Pero siempre vuelve. Siempre volvemos para encontrarnos en nuestro lugar.
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Ese lugar sin tiempo, sin espacio, sin imposibles, donde no hacen falta palabras, solo dejarse llevar.
Ese lugar en el que elegimos darnos el regalo de amarnos, y de estar.
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Ultra Violeta.
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